27 mayo 2006

Contra los pueblos

La última frase del primer párrafo del Preámbulo del Proyecto de Estatuto para Andalucía, esa que convierte a la Constitución española del 78 “en baluarte de los derechos y libertades de todos los pueblos de España” resulta ser una formulación sorprendente en un régimen democrático de principios del siglo XXI, y nace de una confusión que los nacionalismos de toda laya se empeñan en fomentar: dar por sentada la existencia de unos colectivos llamados “pueblos”, que disfrutan como tales de una serie de derechos inalienables que tienen que ser protegidos, hasta el punto de que la ideología nacionalista se convierte en oficial a través de instrumentos legislativos que reconocen este principio como fundamento de la convivencia. Eso y no otra cosa es lo que sucede en el presente proyecto estatutario. Cierto que la confusión figura ya en el Estauto hoy vigente, el del 81, pero el nuevo proyecto profundiza y subraya aún más las consecuencias prácticas de dicha formulación.

Antropológicamente, el concepto de “pueblo” hace referencia a una comunidad de individuos que comparten una cultura específica, esencialmente distinta de las de otras comunidades y que los cohesiona y singulariza como grupo. Se trata de una categoría con un valor histórico y didáctico indudable, que ayuda a profundizar en el conocimiento de las realidades humanas, y ahí están los términos emic y etic acuñados por Marvin Harris como criterios posibles para el estudio de las colectividades. Pero en el mundo civilizado de nuestros días no hay pueblos. Se acabaron los pueblos. Por supuesto que hay costumbres diferentes, platos, fiestas folclóricas, lenguas y cultos distintos, pero eso ya no caracteriza ni singulariza a los pueblos. En cualquier ciudad media de Europa (pongamos Sevilla) pueden encontrarse significativamente representados al menos media docena de lenguas, cultos, gastronomías y celebraciones diferentes, y todos están integrados en una misma comunidad política, que es la que da sentido y cohesión al grupo. La apelación política a los pueblos es hoy superflua e innecesaria.

Cuando en el siglo XVIII los revolucionarios americanos y franceses convirtieron a los súbditos en ciudadanos, los pueblos empezaron a dejar de tener sentido. En adelante, las comunidades políticas estarían formadas por hombres libres e iguales. Es ese un avance formidable, un salto espectacular en la evolución cultural de la especia humana. Pasa que nuestra herencia biológica tiene millones de años y esta idea poco más de dos siglos. Tardará en asentarse como una conquista objetiva e ineludible para todos los seres humanos (como lo fue en su día el hierro en lugar del bronce), pero el camino está marcado. Esta concepción ilustrada de los individuos, como sujetos de derechos frente a los entes colectivos a los que habían de someterse para llenar de sentido su existencia, encontró una durísima reacción en el siglo XIX con el Romanticismo alemán. Es en el concepto de volk de los románticos alemanes en el que florecen todos los nacionalismos europeos, incluidos por supuesto los españoles. Esa vuelta a la tribu, ese repliegue sobre el instinto y el sentimiento como categoría política en la que fundamentar las naciones late con fuerza en el proceso centrífugo abierto en España, y eso ocurre justo cuando la revolución en las telecomunicaciones, cuando Internet están haciendo cada vez más pequeño nuestro mundo. ¿Dónde están los pueblos en nuestra civilización? En la mente de algunos. Cuando Arnaldo Otegui contaba en la película aquella de Médem que él soñaba con una juventud vasca saliendo a reunirse para merendar en las praderas de la patria en lugar de consumiendo pizzas y hamburguesas encargadas por Internet sólo estaba poniendo de manifiesto el fracaso absoluto de su concepción política. La tribu, el pueblo es hoy un rescoldo del pasado. Políticamente, no existe labor más noble ni urgente que extender, cuanto antes y a todos los seres humanos, los beneficios de la ciudadanía, los derechos individuales frente a los ficticios derechos de los colectivos, sean éstos religiosos, políticos o culturales. Y no hablo de utópicas comunidades mundiales. Hablo de la civilización. La única que existe. El resto es barbarie.

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