Convertir a las lenguas en depositarias de la identidad, algo que siempre se ha hecho con fines políticos, es pervertir su sentido originario, el que ha prevalecido en ellas durante miles de años. Todas las lenguas son producto de dos factores sumamente complejos: la naturaleza y la cultura. Sin despreciar los segundos, las teorías chomskianas han abordado la consideración de las lenguas como parte esencial de la naturaleza humana, y como entes en cuyos rasgos esenciales nada influyen la política, la historia o la cultura. La lingüística racionalista o generativista otorga un estatuto mental a los sistemas gramaticales, esa ingente cantidad de información, parámetros y principios cuyo funcionamiento el hablante desconoce, pero gracias al cual crea constantemente mensajes verbales nuevos. Los aspectos accesorios de las lenguas están relacionados con las naciones; los esenciales nos demuestran que la lengua pertenece al individuo.
Este párrafo demoledor está extraído de Lenguas en guerra, ensayo justamente premiado con el Premio Espasa 2005, y con el que Irene Lozano desmonta una por una todas las falacias y patrañas que los nacionalistas periféricos españoles han logrado difundir en torno a la lengua, con tanto éxito que un porcentaje en absoluto desdeñable de catalanes, vascos, valencianos o gallegos que tienen como lengua materna el castellano están convencidos de que eso no es sino una disfunción provocada por el imperialismo, el centralismo, el franquismo o el mismísimo Carlos V, que ellos, como miembros de una nación, tienen una lengua propia, que les otorga una visión especial del mundo, la que caracteriza a los miembros de su tribu. Semejante estupidez está tan arraigada y ha alcanzado tal prestigio que casi nadie parece hoy en España dispuesto a discutir su falaz fundamento ni sus nefastas consecuencias, que no son sólo un gasto desmesurado e innecesario sino una división creciente y la siembra inevitable de gérmenes de odio, resentimiento y enfrentamientos sin sentido. La cosa ha llegado a tal punto que en las regiones en las que se encuentran rastros de determinadas formas dialectales (bable en Asturias, fabla en Aragón) se escuchan periódicamente voces que reivindican su fortalecimiento y elevación a nivel de lengua, mediante el mismo procedimiento seguido por los nacionalistas vascos, es decir la imposición obligatoria como elemento identitario de algo creado a partir de varios sistemas lingüísticos dispersos que hace treinta años no hablaba más allá del 15% de la población. Aterra pensar en lo que sería un arma como esa en manos del andalucismo. Así que aquí reivindicamos la inocencia primigenia de las lenguas y su valor como instrumento para la comunicación humana y no como marca distintiva de las tribus. Esta Torre de Babel dice más o menos lo mismo con una extraordinaria lucidez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario