Hay un miserable fascista recorriendo España que ha sido aclamado en una reunión de un partido nacionalista en Mallorca después de que soltara una frase lapidaria: “El que no es nacionalista, no tiene derecho a vivir”.
Ese miserable fascista se llama Xavier Maqueda y es senador electo, en las filas del PNV, en el País Vasco.
Sólo por esa frase, habría venido hoy a presentar este libro de Rosa Díez, porque es lapidaria, en sentido literal, expresa muy bien lo que piensan y practican desde hace años los demócratas vascos nacionalistas. Rosa Díez no tiene derecho a vivir. Espero estar a su altura y no tenerlo yo tampoco.
La frase es imponente. Explica muchas cosas.
Pero quien la ha pronunciado también. Porque hay que recalcar esto: Xavier Maqueda ha sido elegido democráticamente, está donde está porque le han votado muchos miles de personas. Muchos miles de personas que aprecian y reclaman la democracia. Muchos miles de personas que han ejercido su derecho al voto y que, me atrevo a decir, están en general en contra de la violencia. Como les gusta decir a ellos, “en contra de la violencia venga de donde venga”.
Esto parece una monstruosidad. Lo es. Pero no es una situación que sea una novedad en la historia de Europa. Hace poco más de setenta años Hitler llegó al poder amparado por un montón de millones de votos depositados en las urnas. Cuando lo consiguió ya había conseguido vender millones de ejemplares de su libro Mi lucha en el que alardeaba de sus intenciones. Los alemanes que votaron a Hitler sabían que su gobierno iba a exterminar a los judíos, los homosexuales, los gitanos, los disminuidos psíquicos, los comunistas, los socialdemócratas y algún otro grupo de enfermos o malignos.
Los vascos nacionalistas, los nacionalistas del PSM, son gentes que apoyan los procesos democráticos. Quieren gobernar con mayorías suficientes que les permitan aplicar su programa. Y de cuando en cuando alguno de sus electos expone ese programa de una manera radical. ¿Les parece a ustedes que estoy diciendo algo exagerado? Sí, lo estoy haciendo, porque no pienso que el PNV quiera llevar a las calderas de un campo de concentración a Rosa Díez. Es algo más leve, tocado por la piadosa concepción que tiene su ideario católico: si hay que matarlos, que les maten otros, no ellos. Y los más radicales, como el malnacido Maqueda y el malnacido Arzallus, se conforman con que se vayan o se callen. Son mejor gente que Hitler.
Rosa Díez forma parte de ese afortunadamente grande número de vascos que no quieren irse ni callarse. Que lo llevan diciendo desde hace muchos años, y cuyo pellejo está en peligro todos los días del año porque ETA se la ha querido cargar. Maqueda no. Maqueda se conforma con decir que si ETA se la carga es porque se lo merece, porque no es nacionalista.
Casi todos ustedes saben que esto no es una exageración, que esa descripción responde perfectamente a lo que pasa allí arriba, a lo que pasa incluso aquí en medio, o en Sevilla, porque la mano de los asesinos siempre es larga. Y lo que sucede es que gentes como Maqueda no lloran cuando un disparo revienta una nuca. ¿Qué hacen? Hay una foto muy clásica del horror en el País Vasco, que lo explica muy bien: mientras un cuerpo caído reposa tapado con una manta para que nadie vea la estampa desagradable de la muerte, un montón de ciudadanos normales, de amas de casa y de oficinistas, aplauden el paso de una carrera ciclista. ¿Por qué? Porque a ellos no les concernía esa muerte.
Maite Pagaza, mi queridísima Maite, lo expresó una vez de forma abrasadora: “Políticos de corazón de hielo”, refiriéndose a los políticos nacionalistas que no fueron al entierro de Joxeba, asesinado por sus vecinos etarras.
Corazones de hielo. Corazones que no conocen la piedad ni el asombro ante el valor cívico y la decencia. Que se visten con la frase de José Mari Calleja, “algo habrá hecho”. El muerto que estropeaba la estética de la carrera algo habría hecho.
Yo coincido con ellos. Había hecho algo insufrible para los canallas biempensantes: ejercer su derecho a vivir en la tierra que había escogido, y no se había callado al expresar sus opiniones. Era un ciudadano. Pero eso sí, o no tenía identidad o la tenía distinta.
Permítanme ustedes que vuelva a Mallorca por un momento. Hace pocos días, al final de un telediario, se daba la noticia de un chica que canta una fusión de jazz y flamenco absolutamente deliciosa. Se llama Cuica y cuando se la ve en la televisión uno percibe de inmediato que es de raza negra. Luego, ella cuenta que se crió entre gitanos, y por eso aprendió a cantar flamenco. El periodista que hacía el reportaje le preguntó por su identidad. Y ella dijo: “Yo eso no sé para qué sirve, no tengo”. Negra, gitana y mallorquina. Que dios la proteja.
Rosa Díez tampoco tiene de eso, pero en su caso prefiero que la proteja el ministerio del Interior y que la protejamos nosotros. Para protegernos a nosotros mismos. Porque vienen tiempos que pueden ser tan duros como los que aparentemente dejamos atrás. Las identidades se extienden por nuestro país como la peste negra. Y nuestro presidente del gobierno llega a reconocer que en Cataluña o el País Vasco, o en Andalucía, hay proyectos como pueblo, y que son legítimos. Cuando lo dice, no está hablando de proyectos de ciudadanos, sino de proyectos étnicos, sean en su origen raciales o culturales mestizos. De ciudadanos aquí, ahora, cada día habla menos gente. O es otra gente. Quizás (y perdóneseme la medio broma) a base de tanta estupidez, de tan peligrosa estupidez, estamos consiguiendo que la derecha española (que es extremadamente nacionalista) se acabe convirtiendo al discurso republicano de la ciudadanía) Bueno, siempre hay algo positivo.
Lo grave de lo que nos sucede es que se produce en un entorno democrático; es decir, aparentemente legítimo. Y la democracia, para todos los que aquí estamos, estoy seguro, es uno de los bienes más preciados. Lo que pasa es que eso no vale nunca a secas. Porque hay otras cosas que valen tanto como eso. Hablo de la libertad y de algunas cuestiones que son más que sentimentales.
De la libertad, lo primero, porque sin ella, sin la libertad individual (de la colectiva me pasa lo mismo que a Cuica, que no acabo de entender para qué sirve), no vale la pena la vida. Yo con Franco no me sentí privado de mi libertad colectiva, sino de la individual, lo que me impedía opinar, afiliarme a partidos políticos o denunciar a un policía por malos tratos. Como en el País Vasco. O, perdón por la incorrección de hablarlo así de claro, como en Cataluña, donde no son los poderes públicos los que la ahogan, sino el consenso social biempensante, ese consenso que permite que, desde hace muchos años, los no nacionalistas se vean impedidos de hablar en la Universidad. El coro de buenos ciudadanos pacíficos catalanes considera que los boicoteos a charlas en las aulas son nimiedades que no merecen ocupar una sola línea de los periódicos. Muchos de mis amigos no pueden hablar allí. Y muchos de mis amigos catalanes, muchos de ellos ex luchadores contra Franco, se encogen de hombros cuando los grupos fascistas de Esquerra amenazan a los discrepantes. Tengan ustedes por seguro que este acto no sería posible hacerlo en la Universidad de Barcelona, ni en la Central ni en la Autónoma. Y que su no celebración ocuparía como mucho una pequeña esquela en página par de algún periódico (jamás de todos los periódicos).
El libro de Rosa Díez es un canto a la libertad individual. Es mucho más que eso, pero esencialmente es eso. Además, es una exposición seria, sistemática, de las contradicciones de nuestra política, en Euskadi y en España.
Y en sus páginas palpita esa otra cosa que yo pienso que es fundamental para la convivencia: la reclamación de la piedad. La piedad, que no es un concepto religioso, sino una forma de mirar y compenetrarse con los demás. Algo tan alejado de la ñoñería como para que nuestro añorado Manuel Azaña, un hombre seco y de concepto claro, la usara en uno de sus más importantes discursos. La piedad que, si hubiera habitado los corazones de los dirigentes nacionalistas vascos, habría hecho que se unieran al coro de dolor que acompañó a tantos hombres y mujeres de toda España, que habría hecho que Maite no tuviera que hablar de sus corazones de hielo.
Rosa tiene cabeza, Rosa ama la libertad, la suya la nuestra, y se explica muy bien para que nadie pueda esquivar la necesidad de implicarse en la lucha de los auténticos demócratas vascos. Rosa no tiene identidad.
Yo me he devorado su libro por todo eso. Y mi hijo también.
Gracias.
03 junio 2006
Un libro de Rosa Díez
Jorge Martínez Reverte en la presentación del libro Porque tengo hijos, de Rosa Díez (Madrid, 2 de junio de 2006):
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